Hace exactamente un año que no escribía y en
cierto modo es ritual ya que marca el cierre del proceso que hoy es el tema de mi post. Es curioso lo que pasa
con la pena. Es como esperar un bus del Transantiago un día domingo. Uno nunca sabe cuando, pero estamos
seguros que en algún momento va a pasar. En honor a la verdad, hay que reconocer eso sí, que existen penas y penas. La
pena que tengo hoy no es desmesurada ni perturbadora. Es apacible, tolerable, armónica y ante
todo ejemplificadora. Es una bofetada al
ego suavecita que te hace mirar hacia dentro y
tomar conciencia de dónde aprieta el zapato e incluso el calzoncillo.
No hay mucho que hacer frente a la pena más que
exteriorizarla y vivirla ya sea en
llanto, martirización consciente en
canciones de radio, lectura obsesiva, digiriendo películas o simplemente
caminando. Esta última es tal vez la opción más sincera. Caminar y caminar
hasta que un día llegues a una esquina y
digas listo, se fue. Ese día hay
que irse derecho a un bar y brindar
solo, porque por mucho que los demás intenten acompañarte, prestar el hombro y otras
formas de afecto incondicionales que en efecto alivian un poco el alma (o al menos
la adormecen), la pena es como el hígado, es decir algo tan íntimo que sólo uno y nadie mejor que uno es capaz de saber cuando en
realidad se fue.
A veces las penas (valga la redundancia) valen
la pena y otras no. A veces se
asocian a razones y otras profundos misterios. A veces la
pena es autoexplicativa y en otras oportunidades es esquiva de contextos. Ahora que siento la pena desvanecerse poco a poco me aventuro a catalogarla como nubosidad parcial, variando a despejado. Aunque
suene de manual, al final siempre sale el sol. Aunque al comienzo caliente
poco,.siempre termina permeándonos la dermis.